Los silbidos estaban desapareciendo de Mandril. En realidad era un síntoma de que algo le estaba ocurriendo al alma. Quizá se estaba muriendo. Si había que elegir entre la muerte del alma y la supervivencia del silbido, yo me quedo con la muerte del alma.
El fin de los silbidos
No era necesario que se prohibiera silbar en Madrid; ya nadie lo hacía. No, no era el silbido lo que nos molestaba, lo que nos molestaba era la gente que silbaba. Esa forma de manifestar abiertamente sus emociones en el trabajo, durante sus paseos, o en los días de holganza.
Nos hace sentir mal que alguien silbe, nos recuerda que ya no estamos vivos. Esa sensación de que se les sale el alma por la boca, nos irrita. El fin del silbido no coincidió tanto con la aprobación de un decreto que lo prohibiera, sino con la certeza de que el alma vivía menos tiempo que el cuerpo. Las almas se morían, una detrás de otra en Mandril, pero nuestros los cuerpos seguían haciendo su vida en la ciudad.
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