martes, 17 de noviembre de 2015

Mi vida como un mongol


 Han sido encontrados varios mongoles escondidos tras una trampilla. Que risa, hay uno que tiene el rostro anaranjado en vez del tradicional color amarillo que les caracteriza.

 ¡Todos somos mongoles!

Veo en la televisión las caras de los mongoles más buscados. Hace apenas algunos años ni siquiera tenían ese aspecto amarillento, esos ojos rasgados. Eran buenos padres de familia, estudiantes, empleados, seres que inspiraban confianza. Ahora ya no.

Me he convertido en mongol, inesperadamente, sin aviso alguno, sin transición. Pensaba que una mutación de tal envergadura sucedería lentamente, en fases. Me equivocaba. Descubrir en el espejo que soy otro, me fuerza a abandonar mi piso, a olvidar aquellos objetos que me aportaban una identidad que de repente, se ha derrumbado. 

Llego al barrio mongol con mi maleta, entre explosiones. El barrio mongol del gran Mandril se llama Ulán Bator y  se encuentra permanentemente en guerra. Todos los días hay bombardeos, sin aviso previo, sin declaración de guerra. Llegan aviones de todas partes del mundo a lanzarnos bombas, y nos escondemos en el subsuelo, hacinados, fumando mucho, esperando que llegue la calma de nuevo. Si quieres encontrarme, levanta una trampilla. Bajo ella estaremos los otros y yo, los que ni siquiera tenemos nombre.

No existe consenso sobre la forma del mal, aunque todo el mundo sabe que tiene mi aspecto. Amarillo, ojos rasgados, rebuscando en la basuras, sin dientes. Por las noches, acudo a dormir a las cárceles que yo mismo estuve construyendo. Se supone que me gustan los helados de niño frito, pero me da asco la carne. Dicen que los mongoles tenemos la cabeza en otro lado, que no tenemos los pies sobre la tierra; aunque sabemos que bajo nuestros pies, bajo el suelo de la gran Mongolia, el océano inmenso de petróleo que yace, se está secando.


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