sábado, 3 de agosto de 2013

El hombre que hacía desaparecer las cosas

No hay muchas fotografías del Hombre Que Hacía Desaparecer Las Cosas, sobre todo si las tocaba con las manos. Solo he conseguido este, de cuando ingresó a trabajar como estatua en el museo de cera

El hombre que hacía desaparecer las cosas que tocaba

Nació en Mandril, y apenas sabemos nada de su infancia, ni él mismo la recuerda; tan solo algunos fragmentos brumosos, imágenes de madres sollozando porque sus hijos se habían desintegrado cuando jugaban con El Hombre Que Hacía Desaparecer Las Cosas en los columpios, pero entonces, no hay que olvidarlo, tan solo era un niño

Fue expulsado de la escuela. No podemos asegurar que tuviera malas notas -no se han conservado documentos que lo acrediten-, pero lo que si sabemos, por referencias verbales, era que los libros desaparecían de sus manos. Es reseñable una anécdota de su tiempo de instrucción, cuando preguntó a su profesor de geografía qué era La Nada. 


- ¿Qué es la nada? 
- Ven, acércate y tócame
- ¡Oh!

Expulsado de la escuela, se dejó crecer el pelo. No por nada, sino porque cuando él entraba a una peluquería, los peluqueros saltaban por la ventana. Se había creado un mito acerca de este joven despeinado, que nunca tuvo peine. En los debates en los mercados, en los corrillos de las universidades, en las plazas, se analizaban dos cuestiones; si era la gente la que huía de él, o si era él quién huía de la gente. Su psicólogo nos ofreció algunas pistas:

"Su personalidad era evitativa. Prefería no tocar a las novias, ni a los amigos, ni a la familia. Yo siempre le invitaba a atreverse a acariciar y abrazar a quién amaba. Pero fue en vano. Todo tratamiento se mostraba como un rotundo fracaso". 

Muchos eran los que pensaban que era una amenaza pública. Cuando se aproximaba a una oficina o a una fábrica, esta se desintegraba. En otras palabras, llevaba consigo siempre una elevada tasa de desempleo. Había órdenes muy explicitas de disparar a matar si se aproximaba a los alrededores de La Bolsa de Mandril. Sin embargo, las cárceles no servían de nada, pues se desvanecían en cuanto le encerraban en ellas.



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